El pasado, para las comunidades remotas de Villa Riva, fue el cayuco del anciano Paleco. La embarcación cruzaba por el río Yuna a los estudiantes del Liceo Gregorio Rivas. ¡Llegaron los arroceros! Era el grito burlón que describía el lodo que les llegaba hasta las rodillas. La vergüenza y el peligro acabaron con el autobús donado. ¡Después de la salud lo más bueno ha sido esa guagua! Exclama Altagracia. Rafael, chofer honorífico, explica: “cuando un muchacho quiere echar para adelante hay que ayudarlo”. Ahora asiste el 100% de los estudiantes. El cambio es llegar seguros y limpios a la escuela. #LasCrónicasDelCambio
En el pasado se enfrentaron al gran caudal del Río Yuna y las burlas que recibían por llegar llenos de lodo a clases, ahora nos abren el baúl de los sueños que tenían encerrados y los ponen a rodar en el autobús que les devolvió la esperanza.
“Llegaron los arroceros”, era el saludo que cada mañana recibían 43 adolescentes de las remotas comunidades de Borojol, Jurungo y el Callejón de Tilo, en Villa Riva. Este mote nada tenía que ver con ser hijos de algún próspero empresario del arroz, en lo absoluto, sus orígenes estaban estampados en el lodo con el que cada día llegaban al Liceo Gregorio Rivas, producto de la ardua y arriesgada travesía que debían recorrer para asistir a clases.
Durante mucho tiempo la burla, el peligro, el miedo y las múltiples caídas eran el desayuno de estos jóvenes que se enfrentaban diariamente a la corriente del río Yuna, subidos en una yola, para llegar hasta “el otro lado”, donde se encontraba su escuela. En muchas ocasiones la naturaleza jugaba en su contra y el llorar de los cielos desbordaba las aguas del río, mientras el angosto desnivel por el que bajaban a la balsa, se tornaba resbaladizo e inseguro.
A pesar del riesgo, la dificultad que acarreaba este medio de transporte y las burlas a las que posteriormente tendrían que enfrentarse, estos valientes chicos asumían el reto de subir a la que consideraban la única balsa que los llevaría a cumplir sus sueños, muchos de ellos sin saber nadar.
Esta cruda realidad cambió cuando la Presidencia de la República les sorprendió con el autobús que tanto habían deseado para poder terminar sus estudios.
“A veces llovía uno pasando el río, no había donde taparse, se nos mojaban los cuadernos, otra vez a traspasar las clases. Algunos dejaron de estudiar por miedo al río, otros porque no querían llegar sucios”, recuerda Lorenzo sobre esos días.
Su madre Kira Ventura cuenta que en la zona “todos los niños tenían botas, si hubieran venido antes habría sido toda una vergüenza, porque siempre estaban llenas de lodo. Yo compraba tres zapatos y cuatro pantalones al año, porque a veces llegaba con tanto sucio que lo único que podía hacer era botarlos.
La pequeña embarcación en la que cruzaban el río es llamada cayuco, que de acuerdo a la Real Academia se trata de una embarcación india, más pequeña que la canoa. El operario del cayuco en que cruzaban es conocido como Paleco, quien lleva 30 años trasladando estudiantes, como él mismo cuenta “lloviendo, haciendo bajaderos con sacos y hasta durante ciclones”.
De acuerdo con Miguel Taveras, director del Liceo Gregorio Rivas al que asisten los estudiantes beneficiados con el autobús, este malestar llevaba más de 50 años. “En un momento cruzaban de noche, incluso los abuelos de muchos de los que viajan en la guagua lo vivieron. Una noche el cayuco se le fue y los muchachos corrieron 1 km río abajo, con el río alto, ya se imaginarán a esos padres cuando fueron a buscarlos y se encontraron con esto”, refiere.
Con un contagioso entusiasmo Alexandra Rosario nos abre las puertas de su casa para contarnos la experiencia de sus dos hijas atravesando el río en el cayuco cada mañana. A medida que los recuerdos llegan a su mente la sonrisa con que nos recibió parece desdibujarse en su rostro, al narrar los angustiantes momentos que vivió en cada una de las caídas de su hija Alixandra, una de ellas la imposibilitó de ir a la escuela durante un mes y 20 días.
“Me asusté mucho cuando mi hija vino y me dijo que se cayó, que se sentía el pie malo, de ahí me fui al hospital y ahí me dijeron que la tendrían que enyesar porque tenía el pie roto. Mientras ella tenía ese yeso no pudo ir a clases, porque no podía cruzar el río”, comenta.
A su corta edad, su hija Alixandra se siente orgullosa de las muchas caídas de las que decidió levantarse para continuar enfrentándose a las profundas y caudalosas aguas del Yuna, con el único propósito de perseguir sus sueños.
Elocuente, alegre y capitana del grupo de batón balé del liceo, Alixandra dice que atrás quedó el miedo que sentía cada mañana y que hoy su mentalidad es diferente, porque se siente más segura y enfocada en sus clases. “Le digo a los otros estudiantes que se esfuercen y den lo mejor de sí, que se enfoquen en sus estudios y no dejen de luchar, por difícil que lo vean, yo soy un gran ejemplo, que tuve muchas dificultades y aún así para perseguir mis sueños he seguido luchando y ahora, gracias a este minibús siento que voy a lograr mis sueños”, concluye.
Antes de marcharnos, estampada en un inmenso valle sembrado de arroz, su madre levanta los brazos y con la sonrisa de regreso en su cálido rostro dice a viva voz “Después de la salud lo más bueno ha sido esa guagua. Cuando la mandaron yo dije: Dios mío, esto vale más que un millón de pesos”.
Con su gorra hacia atrás y una contagiosa sonrisa, heredada de su madre, Lorenzo parece ser un líder en el liceo, todos le llaman y siempre está rodeado de amigos. Esta familiaridad y el trato de los maestros son las razones por la que a pesar de poder estudiar en el liceo cercano, dentro de su comunidad, prefería caminar durante una hora y esperar 15 a 20 minutos para abordar el cayuco.
Hoy cuenta con gracia que al principio no sabía nadar y que luego aprendió ya que “cuando llovía salíamos corriendo para llegar primero, porque en el primer viaje era bien, ya que Paleco le tiraba paja de arroz al bajadero, pero después del segundo uno caía cepillao` desde arriba y podía caer al río”.
Se emociona cuando dice que ahora su sueño de ser mecánico de aviación no tiene tantas limitaciones, “porque ahora vengo descansado, no tengo preocupación que el río suba o la yola se voltee, me buscan en la puerta de la casa, no llego sucio ni tengo que lavar el uniforme diario, no llegamos tarde y nos da tiempo a conversar o terminar cualquier tarea, porque imagínese, en la yola no se podía”, dice mientras se le escapa una risa por aquella amarga realidad que hoy suena divertida.
El escenario era el mismo para Gerileiny, con el ingrediente adicional de que ella vivió sus primeros 12 años de vida en Santo Domingo y al llegar a vivir en la comunidad de el Callejón de Tilo se enfrentó a este escenario. Su expresión en aquel primer encuentro con el cayuco fue “¡Ay Dios mío!, ¿y por ahí es que yo me voy a montar?”. Para ella, la llegada del autobús le enseñó que “los sueños sí se cumplen si te esfuerzas full al 100, y aunque tropiezas sigues adelante, pero si te quedas ahí no pasa nada”.
Su historia no es solo la de una estudiante que atravesaba el río en una yola para estudiar, es también la de una hija que siente orgullo de que su padre sea el conductor con el que los chicos se sienten seguros de viajar.
“Esos muchachos son un logro, porque estudiar con ese río como se pone es un sacrificio muy grande, quiere decir que ellos quieren estudiar y cuando un muchacho quiere echar para adelante hay que ayudarlo, por eso manejo cada mañana a llevarlos y vuelvo a buscarlos en la tarde”, comenta Rafael Cortorreal.
Y es una tarea que no realiza solo, en el autobús también viaja Lépido Manzueta, quien tiene dos nietos y múltiples ahijados entre los beneficiados. No es la primera vez que él pasaba por el constante temor de exponer a sus descendientes a las aguas del Yuna, con la misma travesía, en el cayuco de Paleco, estudiaron sus hijos. “Me siento feliz por poner a mis nietos a vivir una realidad moderna, diferente a la que mis hijos vivieron”.
El director del liceo Gregorio Rivas refiere que antes de llegar el autobús el ausentismo escolar era casi de un 100 %, porque muy pocos contaban con los recursos para dar la vuelta, porque el trayecto es aproximadamente 45 minutos en motor. Luego de la llegada del autobús este ausentismo se ha reducido a un 0 %.
“Teníamos una niña con una condición especial que se perdía del pan de la enseñanza porque le tenía miedo a cruzar el río y tras haber perdido dos años, ahora todo cambió y ya puede asistir al plantel”.